Uno cree que el mundo se acaba en Munilla, pero no es así. Se puede ir más allá y llegar a Zarzosa; e incluso se puede llegar hasta San Vicente. Aunque para una experiencia ascética, nada como un paseo por los caminos solitarios que recorren el enigmático y majestuoso hayedo de Santiago (Monte Real). Tras coger una trocha a la izquierda de la pista, un poco más allá de la Ermita, y tras sortear la valla de alambre que impide el paso del ganado, se tiene la impresión de que la vegetación se espesa. El camino discurre al principio siguiendo el curso de un riachuelo; a ambos lados aparece la retama, el espino albar y la rosa canina. Los árboles en esa parte baja del monte son muy diversos, desde fresnos hasta chopos y olmos. Conforme se asciende van apareciendo las hayas hasta constituir un decorado envolvente y único. Su corteza fina les confiere un aire carnoso y elegante. Los ejemplares viejos, se antojan fantasmales y amenazantes con sus troncos retorcidos y sus nudos; sobre estos troncos se elevan firmes hacia el cielo sus enormes ramas. Las recientes hojas verdes de los árboles apenas dejan pasar la luz. Se avanza por la sombra en un camino zigzageante que al final alcanza la pista; en la cima se abre el bosque y desde el puerto se ven a lo lejos los pueblos del Cameros Viejo.
El balcón de la casa de Munilla ha resultado ser un magnifico observatorio para ver el trasiego de los pájaros a la caída de la tarde. He montado rápido el catalejo: unos aviones hacían su nido; una golondrina entre vuelo y vuelo se posaba en el cable del teléfono o en la barra de un tendedero; un grupo de estorninos en el tejado hacía tiempo para meterse en sus nidos debajo de las tejas.
La pista a San Vicente asciende por el monte pelado. Por todas partes las laderas muestran los antiguos bancales. El color amarillo de la flor de las aulagas aparece salpicando el paisaje. Al lado del camino, sobre una piedra, apareció una collalba.
El balcón de la casa de Munilla ha resultado ser un magnifico observatorio para ver el trasiego de los pájaros a la caída de la tarde. He montado rápido el catalejo: unos aviones hacían su nido; una golondrina entre vuelo y vuelo se posaba en el cable del teléfono o en la barra de un tendedero; un grupo de estorninos en el tejado hacía tiempo para meterse en sus nidos debajo de las tejas.
La pista a San Vicente asciende por el monte pelado. Por todas partes las laderas muestran los antiguos bancales. El color amarillo de la flor de las aulagas aparece salpicando el paisaje. Al lado del camino, sobre una piedra, apareció una collalba.
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